La vida de Juan Carlos Muñoz Cantos, en los últimos cuatro meses, parece haber sido escrita por el director de una película de terror. Permanecer encerrado durante dos meses en un pequeño departamento de una residencia universitaria de Wuhan, el epicentro de la pandemia de COVID-19, y en pleno pico de contagios y muertes, no es cosa menor.
El portovejense, de 32 años y que hace tres llegó a esa ciudad en el centro de China para estudiar una maestría en Kinesiología Deportiva, fue protagonista (junto con otros cuatro compatriotas) del ‘escape’ que tuvo una peligrosa escala en Ucrania y que 19 días después acabó en Quito. Allí, ahora reparte fritadas para sobrevivir.
El 22 de enero, cuando se declaró en Wuhan la clausura total de la ciudad por la propagación del virus, empezó la pesadilla psicológica para Juan Carlos. “Solo comía dos veces al día, desayunaba huevos con arepas de harina, pan o cereales y almorzaba atún con pastas”, recuerda. Racionaba los alimentos. Bajó cinco kilos.
Durante cinco días no pudo conciliar el sueño, cree que durmió solamente nueve horas. La ansiedad lo consumía, no sabía qué pasaría con su vida, si su final llegaría entre esas cuatro paredes, a más de 16 mil kilómetros de distancia de sus padres, esposa e hijo. Buscó ayuda psicológica para superar las crisis, mientras afuera la gente no paraba de morir.
“En primera instancia no quería regresar al Ecuador, temía que en el viaje pudiera contagiarme, por lo que me había hecho la idea de quedarme en Wuhan. Incluso hice una rutina: ejercicios, lavar, leer, hacer cascaritas con un balón, meditación, cocinar. Dormía a la una de la mañana y despertaba a las once”, detalla.
Un retorno riesgoso
En medio del confinamiento, el océano de malas noticias y la angustia de su familia, Juan Carlos decidió solicitar ayuda a través de videos en redes sociales para que el gobierno ecuatoriano lo rescatara. Sin embargo, una pequeña parte de él temía contagiarse en el vuelo de regreso, como le sucedió a una amiga de Noruega que se infectó en el trayecto a su país.
Pero ya no había marcha atrás. En el aeropuerto de Wuhan lo esperaba un estricto control. “Si tenías más de 37,2° de temperatura te internaban”.
El 20 de febrero abandonó la villa universitaria, escoltado por hombres vestidos de blanco a quienes apenas les podía ver los ojos, como en una escena de ficción. Él también lo hizo con la debida protección, para evitar contagiarse con el virus.
El vuelo humanitario, con 45 ucranianos y 27 ciudadanos de diferentes nacionalidades (entre ellos los cinco ecuatorianos), hizo una parada obligatoria en la pequeña ciudad de Novi Sanjari, Ucrania. Allí cumplieron con los 14 días de cuarentena y 3 más en un hospital privado antes de continuar hacia sus destinos.
Pero al arribar a la terminal aérea de Jarkiv, los pasajeros fueron recibidos con lanzamientos de piedras, en protesta por la presencia de los evacuados de Wuhan. El peligro se presentaba como una sombra para Juan Carlos y los otros compatriotas.
“Llegamos a un área de aislamiento, un sanatorio le llamaban, pero se enteraron (los manifestantes) de que íbamos a llegar procedentes de China. La oposición dio la alerta de que éramos pacientes con COVID-19. Todo fue un tema político”, que por poco les cuesta la vida, asegura.
El 5 de marzo volvieron a embarcarse en una aeronave para continuar con el retorno. El viaje fue largo y agotador, cargado de exámenes médicos para monitorear el estado de salud de los tripulantes. Hicieron escalas en Alemania y Colombia. Finalmente el 9, Juan Carlos y los otros cuatro compatriotas pisaron suelo quiteño.
“Traíamos un cuidado excesivo, exagerado y hasta traumático, porque veníamos con mucho miedo por el virus”.
Los ‘rescatados’ de Wuhan salieron del aeropuerto Mariscal Sucre por el área presidencial. Fueron escoltados hasta el Batallón Rumiñahui, donde permanecieron tres días en cuarentena. Allí les realizaron tres pruebas de COVID. Tras dar negativo, Juan Carlos fue enviado a la casa de sus suegros, en la misma capital.
Lo que se hizo mal
Desde su experiencia en China, Juan Carlos cree que en Guayaquil, llamada la Wuhan de Sudamérica por el desbordamiento de muertes (solo el 7 de abril registró 727 decesos), se hicieron mal las cosas. “En Wuhan se cerró todo las 24 horas. Acá, entiendo, tenemos otra economía, pero allá (el gobierno de) China abasteció a toda su población, tenía la tecnología a la mano para controlar y castigar a los desobedientes”.
“No quiero ser agresivo, pero la ignorancia nos cuesta mucho, es el peor enemigo del hombre. A muchos no les importó la enfermedad y salieron irresponsablemente, y los que se cuidaron se vieron afectados por aquellos a los que nada les importaba”.
Trabajo y sus padres
Juan Carlos le ha dado la vuelta a la página del virus. Anhela volver a Wuhan para continuar con sus estudios, pero por ahora hace “de todo” para tener ingresos y mantener a su familia, sin dejar de lado su corazón solidario.
Lejos de la pesadilla y como terapia para olvidarla, se monta en una bicicleta y sale a repartir fritada por diferentes sectores de Quito. El negocio es de la familia de su esposa. Lo hace con todas las medidas sanitarias del caso. Él más que nadie sabe lo importante que es esta nueva forma de vivir. “Quiero que todo salga bien. Nos toca ser muy responsables en eso”.
“Debemos darnos la mano entre todos, sin saludarnos por el momento. Comprarles a los amigos sus empanadas, pizzas, todo lo que vendan. Solo el pueblo salva al pueblo”, lanza sin dejar ver su boca, oculta detrás de una mascarilla.
Pero hay algo más fuerte que la experiencia en Wuhan que le saca lágrimas y es la idea de volver a abrazar a sus padres, Nevil Muñoz y Elena Cantos. “Siento que aún no he llegado a Ecuador. Extraño a mis viejos, no verlos es duro”, dice en tono frágil.
La última vez que los vio fue a través de una pequeña ventana del cuartel militar donde cumplió la cuarentena. Sin embargo, lleva dos años sin sentir el calor de ellos.
“Extraño enormemente los desayunos preparados por mi papá y los consejos y el amor de mamá. Tengo ganas de una tonga, una humita, bolones, tigrillos, del café pasado, el queso manaba, el buen plátano con salprieta… La lista es larga, todo es rico en Manabí”, expresa.
Juan Carlos también tiene en mente un nuevo ‘escape’ de la confinada a medias en Quito, para ir a su natal Portoviejo a derramar las lágrimas contenidas y que les pertenecen a sus padres. (Alejandro Giler/Extra)