Bombero no se rinde y sigue buscando a su perro pese a los incendios en Australia

El perro de Ash Graham, Kozi, despierta a su dueño a las ocho de la mañana, ansioso por salir a caminar. Graham se da cuenta de que estuvo soñando y se levanta de la pequeña carpa en la que duerme desde que un incendio forestal causó estragos en su pueblo en la víspera del año nuevo.

Graham, quien es bombero voluntario, reanuda la búsqueda de Kozi. Enfila hacia el sur, por el lecho seco de un arroyo y pasa junto a ualabís que murieron quemados.

Su esposa Melanie, quien era austríaca, falleció de cáncer hace un año más o menos y su casa se quemó en el fuego del 31 de diciembre. Conserva su camioneta y unas pocas pertenencias en el patio de la estación de bomberos, el último lugar donde vio a Kozi. Lo había dejado allí mientras recorría la zona exhortando a la gente a que se fuese y Kozi se soltó, asustado por las llamas que se acercaban a la estación de bomberos.

“Es mi compañero. Siempre me ha apoyado”, dice Graham, con dolor en el rostro. “No puedo quedarme quieto hasta que lo encuentre”.

El pequeño pueblo donde vive Graham, Nerrigundah, en el sudeste de Australia, es uno de los sitios más golpeados por los devastadores incendios de las últimas semanas. Aproximadamente dos tercios de las casas fueron destruidas. Un hombre setentón que vivía cerca falleció por el fuego. Es una de las 27 víctimas fatales de los incendios, que han destruido más de 2.000 viviendas.

Igual que tantas comunidades pequeñas que fueron vapuleadas por los incendios, Nerrigundah nunca volverá a ser el mismo.

Otrora una pujante comunidad minera de mil personas en una región donde había oro, el pueblo, ubicado en el estado de Nueva Gales del Sur, cuenta hoy con unas pocas docenas de habitantes que disfrutan con la paz de esta región alejada de las grandes ciudades y donde los perros pueden estar sueltos. Pero ahora un edificio que era un punto de referencia fue consumido por las llamas. La misma suerte corrieron la vieja escuela y un edificio donde funcionaba la iglesia del pueblo.

Las llamas tomaron a Nerrigundah por sorpresa, pues se esperaba que llegasen uno o dos días después. Y nadie podía creer su ferocidad.

La casa de la familia Threlfall es una de las pocas que sobreviven. Las esculturas de piedra hechas por el capitán de bomberos Ron Threlfall, que muestran gente angustiada, lucen ahora chamuscadas.

Skye Threlfall, de 21 años, estaba en la casa para pasar en familia la temporada navideña junto a sus dos hermanas. Dice que se despertó a las cuatro de la mañana del 24 de diciembre.

“Mi madre nos gritaba algo. Salimos y vimos que el cielo estaba rojo”, relata la muchacha. “Veías llamas allí arriba. Bramaban”.

Dijo que las llamas se acercaban como una tormenta. Le gritó a su hermana que se subiese al auto, temerosa de no poder escapar a tiempo.

Del otro lado de la ciudad, Lyle Stewart, de 65 años, sentía náuseas por el denso humo negro al tratar de salvar su vivienda tirándole agua. Hasta que se le quemó la manguera.

“Pensé, ‘me llegó la hora’”, dijo Stewart.

Pero él y un amigo lograron montarse en el auto. Les tomó 90 minutos llegar a la estación de bomberos, localizada a corta distancia, porque tuvieron que usar una motosierra para abrirse camino entre varios árboles caídos debido a las llamas.

Slye Threlfall y su hermana también llegaron a la estación de bomberos. El viento hizo volar las puertas.

Las brasas volaban por todos lados”, dijo Threlfall.

Los lugareños se amontonaban contra las puertas, tratando de impedir que entrasen las llamas. Marilyn Brennan tiraba agua a las brasas que caían adentro y luego se fue a un salón de atrás junto con los demás.

“Nos tiramos al piso y nos abrazamos, rogando para que saliésemos bien librados de ese trance”, expresó.

Los habitantes del pueblo dicen que el sistema de rociadores de agua instalado en la parte de afuera de la estación hace algunos años salvó sus vidas. No es común contar con ellos en las estaciones de bomberos de las localidades rurales, pero la gente del pueblo recaudó dinero por su cuenta.

Los lugareños todavía tratan de aceptar lo que pasó. Stewart, quien se radicó aquí en 1985, acababa de restaurar una casa rodante de la que quedaban solo cenizas. También perdió miles de historietas que coleccionaba su hijo. Lo que más le duele, dice en broma, es haber perdido las cervezas Victoria que acababa de comprar. No había tomado ni un sorbo.

“Aquí tenía el producto de 35 años de trabajo”, señaló.

Dijo que no sabe si regresará.

“Mi esposa y yo no queremos irnos. Pero cuando te pones viejo las cosas cambian. Ya no soy el que era cuando tenía 35 años”, manifestó.

Brennan y su esposo, Colin, aseguran que van a reconstruir su casa.

“Volveré”, sostuvo. “Esta es mi casa. Aquí vivo. Lo llevo adentro. Esta es mi vida”.

Skye Threlfall dijo que espera que le comunidad sobreviva y reconstruyan todas las casas, pero sabe que mucha gente no va a volver.

“Es algo que mete miedo. No quieres volver a pasar por esto”, declaró.

Graham dijo que piensa cortar algunos árboles en su propiedad para hacerla más segura y poder instalar allí su remolque. Querría irse de la estación de bomberos, pero todavía no encuentra las fuerzas para hacerlo.

Dice que Nerringundah es su casa.

“Nunca me iré”.

Poco después, sin embargo, lo piensa mejor. Reparador de techos, Graham trabajó en una cantidad de cosas y luego se pasó seis años cuidando a su esposa, antes de que muriese. Dijo que tal vez pase algún tiempo en Austria, donde está enterrada Melanie, o se vaya a las Montañas Nevadas de Australia, donde el aire es más frío.

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