Por: David Ramírez*
“En realidad, nunca pensé que iba a morir, pero estuve a un paso. Es decir, aunque inclusive en algún momento desfallecí y llegué a decir: se acabó, no puedo más…Muy en el fondo, no me cabía la idea de que había llegado al final. Lo que sí sentí, fue como una corriente que me arrastraba con fuerza y dominaba mi voluntad. No me sentía capaz de dar un paso, mucho menos probar un bocado, aun cuando sabía que debía alimentarme para tener algo de energía. Simplemente, no podía…y uno siente que lo único que queda es esperar la muerte…”
Miguel Ángel Solórzano cuenta su testimonio desde los primeros días de abril en que aparecieron los síntomas y su cruzada hasta la fecha. Han pasado seis semanas y aún no se considera un sobreviviente del todo. El monstruo lo lleva en sus entrañas, dice.
“No tengo palabras para describirlo. Esta no es una pesadilla de una noche, han sido muchos días con sus noches. Es una realidad que está viviendo el mundo y a la que ha sucumbido mucha gente. Es algo terrible que no se lo deseo a nadie, ni al peor de mis enemigos, si acaso los tuviera”, prosigue narrándome su odisea a través del teléfono.
La batalla de Miguel Ángel empezó alrededor del 6 de abril. Era una tos que cada vez se fue tornando más persistente, diarrea. Nunca tuvo fiebre. Como al quinto día perdió el olfato y el gusto, no le apetecía comer nada. Decidió aislarse por su cuenta, hacer nebulizaciones, tomar bebidas calientes y remedios caseros. Sentía alivio temporal en el día, pero, al llegar la noche, la tos no lo dejaba conciliar el sueño y le sobrevenían ataques de ansiedad. Estaba solo y lo único que deseaba era que las horas volaran y amaneciera…
El miércoles 15 de abril, varios amigos logran trasladar a Miguel Ángel hasta el hospital del IESS donde tras una serie de exámenes, fue diagnosticado positivo con un “COVID leve que podía tratarse en casa”. Le recetaron unas medicinas que compró en la farmacia al salir. Tomó un taxi hasta su casa, era como las cinco y media de la mañana del jueves 16 de abril, recuerda.
“No hay nada más aterrador que las horas en una sala de emergencia. Ver a tu alrededor gente que llega cada uno peor que otro y, la espera hasta que tu nombre finalmente aparece en el monitor que anuncia que llegó tu turno de atención”.
Pasaron los días y Miguel Ángel, en lugar de mejorar, sentía como si largos tentáculos lo atrapaban hundiéndolo en la oscuridad. Cada vez tenía más dificultad para respirar y las fuerzas lo abandonaban. El martes 21 de abril casi como a las 5 de la tarde, una ambulancia del Cuerpo de Bomberos, lo rescató para llevarlo nuevamente al hospital del IESS. Sus pulmones apenas le funcionaban en menos del 30 por ciento de su capacidad, escuchó que dijeron quienes lo evaluaron. Esta vez si fue ingresado, el cuadro de la COVID, era severo.
“Los doctores, enfermeras y en general todos los que trabajan en el área de salud, son los verdaderos héroes. Hay que vivir lo que he vivido para valorar el trabajo que hacen. Aun con todas las limitaciones de nuestro sistema -que son muchos- ellos se juegan su propia vida, para salvar a la gente”, confirma el periodista.
Miguel Ángel confiesa haber visto morir a muchos pacientes a su alrededor. También cuenta, cómo algunos miembros del personal médico y paramédico del hospital, se infectaron con el virus mientras estuvo internado.
“Lo vi realmente difícil, la experiencia al interior de un hospital es de otro mundo. Me siento una persona diferente. La vida me ha dado otra oportunidad”, narra Miguel. Siento que se le entrecortan las palabras mientras conversa conmigo, él desde su casa en el barrio Chile, en Manta y yo, desde mi hogar en Nueva York, la ciudad más golpeada por el coronavirus en el mundo.
Miguel Ángel tiene 54 años, pero ahora dice sentirse como de 65 o 70 años. Ha perdido como 40 libras, su pelo luce encanecido, su voz ahora es más pausada, su espíritu ya no es el de aquel que compartió conmigo las aulas de periodismo hacen más de 35 años.
“Es natural que uno cambie, pero la enfermedad me ha marcado. Quiero seguir viviendo para mis hijas y las personas que aprecio. Ahora tengo otros temores, lo que más deseo es que todo vuelva a la normalidad, aunque se que nada será igual después de esto”.
Lo más duro es sentirse discriminado, expresa Miguel Ángel. Que la gente se aparte a tu paso, que evadan tus miradas, que te hablen y adviertas que lo que quieren realmente, es que desaparezcas por temor a que los contagies. Literalmente, un apestado.
“Yo los entiendo. Nadie quiere morirse y menos a cuentagotas, como te mata esta enfermedad. Ese mismo temor es el que me invade ahora, pero a la inversa. Soy yo el que no quiero acercarme a las personas por temor a contagiarlos. No quiero nadie sufra, lo que he sufrido”.
Los días de confinamiento, quedan en la memoria de Miguel Ángel, como una película de terror. El martirio que resultaba que le sacaran continuamente muestras de sangre, el recorrido por los largos pasillos del hospital, cuando se abrían las puertas del ascensor, el protocolo de bioseguridad y la imagen del hombre que los seguía detrás con una bomba de fumigación, para desinfectar su trayectoria, cada vez que era llevado hasta la sala de tomografías.
Miguel Ángel ha vuelto a su casa desde hace unos días y me pregunta si acaso ha estado soñando. En Manta y en todas partes ha muerto mucha gente. La pandemia continúa su paso inexorable…esa es la realidad. (ESS Noticias)