Anni Bazán/Extra.- El amor de Maritza Zambrano Vera por los animales floreció desde la infancia. Creció en una granja del cantón Pichincha, en la provincia de Manabí, rodeada de caballos, vacas, perros, gatos, gallinas y conejos. Esa convivencia diaria con diversas especies marcó su niñez y le inculcó valores como la responsabilidad, la empatía y el respeto por los seres vivos.
Desde pequeña, ayudaba a sus bisabuelos y abuelos en las labores del campo: alimentaba a los animales, los cuidaba y aprendía a tratarlos con dedicación. “Desde pequeña me encantaban los animales. En la hacienda de mis bisabuelos siempre hubo muchos, y nosotros, los niños, estábamos ahí para ayudar. Ellos me inculcaron el amor y el respeto por ellos, y desde entonces crecí sabiendo que los animales merecen cuidado y dignidad”, recuerda con ternura.
Sin embargo, su llegada a Guayaquil trajo consigo una ruptura con esa vida apacible. El ritmo acelerado de la ciudad y la desconexión con la naturaleza representaron un cambio drástico. No fue sino hace 25 años atrás cuando una experiencia significativa reavivó ese vínculo dormido con los animales, llevándola a retomar su vocación con renovado compromiso.

Entre el albergue y su familia
Actualmente, Maritza tiene 59 años y vive en la ciudadela Bellavista, al norte de Guayaquil. Allí cuida a 68 gatos y 12 perros, todos rescatados de las calles. Para ofrecerles un espacio digno, hace más de una década compró un terreno junto a su casa, donde levantó un pequeño albergue. A cada animal lo llama con cariño “mi niño”, y todos tienen un nombre, una historia y un lugar especial en su corazón.
“La idea del albergue nació hace 26 años. En ese entonces ya tenía ocho perros y quince gatos, pero fue un años después cuando comencé a rescatar activamente, especialmente al ver tantos gatos pequeños abandonados en las calles”, relata.
Los animales bajo su cuidado llegaron en su mayoría en condiciones críticas. “A todos los he traído desde que eran bebés. Nunca he permitido que una gata dé a luz sin ser esterilizada, siempre me he hecho responsable de eso. Todos los que están aquí han sido abandonados en algún momento, pero ahora tienen un hogar”, afirma.
El compromiso de Maritza es compartido por su familia. Su esposo, hijos y nietos participan activamente en el cuidado de los animales. “En mi familia todos los aman. Son de los que se acuestan en el piso a jugar con los gatos, a compartir con los perros. Aquí todos entendemos que ellos también son parte de la familia”, asegura.
No obstante, su labor no ha estado exenta de dificultades. En su trayectoria como rescatista ha enfrentado situaciones dolorosas, como casos de maltrato animal o adopciones frustradas. A pesar de ello, continúa firme en su misión, convencida de que su esfuerzo genera un impacto real.
“Cada día se limpia el albergue, los platos se lavan después de cada comida, el agua se cambia tres veces al día. Les ponemos juguetes y catnip (hierba para gatos) para que estén relajados. Todo está en orden en cada espacio. Los desparasitamos, los vacunamos y estamos pendientes de que no enfermen”, explica mientras acaricia a Zara Luciana, una gata blanca con manchas grises.

Todos los gatos de Maritza son adoptados en Guayaquil
Zara Luciana recibió su nombre en honor a un almacén y a Luciana, la hija de su sobrina. “La encontramos abandonada una noche en el parque, cuando salimos con mi hija y mi nieta. Estaba sin pelaje, con sarna en su cuerpo. La envolvimos en una cobija, la llevamos a casa. No fue necesario usar antibióticos, solo amor. Hoy, seis años después, está sana y feliz. Mi nieta tenía un año y medio cuando la rescatamos”, recuerda con emoción.
Aunque asegura no tener un favorito, Maritza conoce a todos sus animales por nombre y carácter. Quienes desean adoptar deben pasar por una entrevista previa. Ella se asegura de que los adoptantes cuenten con los recursos necesarios y, sobre todo, con tiempo y disposición para brindar amor y protección. Incluso entrega pautas sobre alimentación y cuidados.
Entre sus animales destaca Lulú, una gata de 22 años que demuestra que con amor, compromiso y atención, los animales pueden vivir una vida larga y digna. También hay historias que aún le duelen, como la de Raffaella Carrà, una gata nombrada en honor a la artista italiana. Fue devuelta por el padre de la joven que la adoptó. “Venga, lleve a su gato o lo mato”, fue la amenaza telefónica que recibió. Han pasado tres años, pero el recuerdo sigue presente.
Otra historia significativa es la de Paulo Serafín, un gato blanco con manchas amarillas, cuyo nombre le recuerda una sugerencia que su padre hizo cuando ella estaba embarazada de su hijo mayor. Lo encontró en un árbol cercano a un centro comercial y, tras verlo varios días seguidos, decidió llevarlo a casa. Tenía ocho meses cuando lo rescató y esterilizó, y desde entonces forma parte de su familia.
En el refugio viven actualmente 48 gatos. Los otros 20 están en su casa, donde también opera un taller de calzado que ha sostenido por más de 20 años. “Cada uno tiene su cama, aunque a veces se quedan dormidos donde les cae el sueño”, comenta entre risas.

Los gastos de mantenimiento de los gatos adoptados
Mantener el refugio representa una inversión mensual de entre 400 y 500 dólares, coste que cubre gracias a su trabajo y al respaldo económico de su esposo e hijos. Para las esterilizaciones, cuenta con el apoyo de amigas que colaboran con medicamentos, mientras que sus dos hijas —ambas veterinarias— se encargan de realizar los procedimientos.
Maritza identifica con claridad a cada uno de sus gatos: Pablo Emilio (por Pablo Escobar, dice sonriente), Duquesa, Felipa, Nayib Bukele (como el presidente salvadoreño), Susú, entre otros. También están sus 12 perros: Kerubín, Tito, Blanquita, Michy, Chiquinquirá, Dayco y más. Y su compromiso va más allá del refugio: también alimenta a las palomas del parque cercano.
Además de ofrecer hogar, alimento y atención médica, Maritza Zambrano se ha convertido en una defensora activa de los derechos de los animales. Su labor, silenciosa pero constante, está impulsada por el profundo amor que la acompaña desde la infancia, entre potreros, maizales y la calidez de la vida rural manabita.