Cuando el adulto mayor Denny Mendoza siente que flaquea, se toca el lado izquierdo de su pecho como buscando ese incentivo que necesita para seguir.
“Mijo, aquí estamos, ¡vamos para adelante!”, dice mientras se da un par de palmadas a la altura del corazón y vuelve a ponerse en pie.
Allí, en cada latido, siente a su hijo Marcelo. Sigue con él, aunque no como en la época en que lo llamaba a diario o lo visitaba cada fin de semana.
Hoy Denny, de 70 años, vive gracias al corazón de su hijo. Es como una historia sacada de una película. La familia recuerda los episodios que ocurrieron en 2009 cuando surgió el singular caso…
‘Corazón de oro’
Para Denny, su historia se resume en que hoy en su pecho late un “corazón de oro”. Es el de Marcelo, el menor de sus tres hijos.
Él era un hombre fornido, de 1,78 metros, al que recuerdan como generoso, alegre y preocupado siempre por su familia.
Su hijo le dio un regalo de vida, uno inesperado y que le saca lágrimas muchas veces. Sabe que en medio de todo el dolor, allí hubo una gran lección de amor.
Por esos días, este “manabita berraco”, como le llaman los médicos, estuvo en la clínica Kennedy, en Guayaquil, internado por una afección en su salud, pero volvió a levantarse con ese ánimo que encuentra cada vez que toca su pecho.
Fue en esa clínica en la que hace diez años recibió el trasplante que lo mantiene hoy vivo. Llegó allí sin planificarlo. Días antes, en Manabí y luego de pasar un largo periodo de ahogos, agotamientos y chequeos, el médico le dijo que tenía una cardiomiopatía dilatada y que su tiempo se agotaba.
Su salvación sería conseguir un corazón, lo que sonaba impensable. Lo único que quedaba entonces era volver a casa con un tanque de oxígeno y esperar lo que parecía inevitable.
Por esa época, su hijo Marcelo laboraba en Guayaquil. Flor Mendoza, esposa de Denny, lo llamó desesperada para contarle lo que ocurría y pedirle que fuera a ver a su padre.
Este joven, de 33 años, viajó de inmediato a Portoviejo, pero enseguida retornó a Guayaquil para pedir permiso en su trabajo.
Sus compañeros recuerdan que cuando les contó lo que pasaba, en esos momentos de desesperación, el joven se golpeó el pecho y dijo angustiado: “¡qué no daría yo por darle mi corazón a mi padre!”.
Después de eso, Flor no supo nada del hijo de su esposo. No llamó, lo cual era muy extraño porque nunca dejaba de comunicarse.
Al día siguiente, una llamada la dejó sin respiro: “Necesito que estés tranquila, mi hermano fue asaltado y lo descerebraron”, le dijeron desde el otro lado.
Los ojos de Flor y de Denny se humedecen al recordar ese momento. Fueron días en que ocurrió lo impensable. Los hermanos de Marcelo, que vivían en Estados Unidos, decidieron que si su padre necesitaba un corazón, qué mejor que fuera el de su hijo.
Denny, golpeado por la noticia, pero tan medicado que casi no podía asimilar lo que ocurría, viajó en un taxi a Guayaquil. “Le dieron una pastillita para que resistiera porque era posible que en el camino sufriera de un infarto”, recuerda su esposa.
Llegó a la clínica Kennedy, donde estaba todo listo para el trasplante. El Seguro Social cubriría los costos. El cuerpo del joven, con muerte cerebral, había sido trasladado también hasta allí desde el hospital Teodoro Maldonado Carbo.
Empezó así la cirugía, que duró cerca de dos horas y que terminó con el corazón de Marcelo en el pecho de su padre. Hubo momentos en que la familia llegó a pensar que Denny no viviría mucho, pero ya lleva diez años y sigue avanzando.
Esperan que como él otras personas tengan la oportunidad de seguir (la mayoría de los trasplantados en el país han vivido solo un par de años). Saben que aunque hay nuevos centros acreditados para estas cirugías, faltan corazones. Denny, quien tiene el de su hijo, reconoce que a veces se quiebra. Dice que le hace falta verlo, escucharlo…, pero se vuelve a dar ánimos cuando se toca el pecho y dice: “Pero tengo una parte de él conmigo”. (Extra)