Unos dedos hábiles, un puñado de hebras de una planta similar a la palma y, sobre todo paciencia, mucha paciencia, son los ingredientes para confeccionar los famosos sombreros ecuatorianos de paja toquilla, que todavía hoy se tejen con el cuidado propio de las más finas tradiciones.
Héctor Alarcón madruga cada día para comenzar a tejer temprano, antes de que el calor apriete, pues en el cantón de Montecristi, en la provincia costera de Manabí, donde vive y trabaja este artesano, la humedad hace más intenso el calor de los 22 grados centígrados de promedio que se registran en la zona.
El sombrero, emblemático reclamo turístico del país andino, declarado por la Unesco patrimonio cultural inmaterial de la humanidad en 2012, se conoce en muchos países como sombrero “Panamá”, pero se confecciona en Ecuador, donde se cultiva la “carludovica palmata”, nombre científico de la paja toquilla, una herbácea relacionada con la palma y conocida también como “jipijapa”.
En la tienda “Modesto Hats”, en un sombreado rincón del patio trasero, Héctor se aplica a entrelazar las finas hebras entre si para ir dando forma al sombrero, cuya confección requiere de una paciencia casi infinita, ya que “hacer un sombrero puede durar hasta un mes, desde el comienzo”, señala.
Como a casi todos los artesanos que se dedican a la confección de este accesorio, fue su padre quien enseñó a Héctor el arte de hacer los sombreros a mano, un oficio que practica con devoción desde los dieciocho años, según comenta.
El artesano retuerce la paja entre sus dedos de largas uñas con el tesón y la delicadeza con los que se debe trabajar para lograr un producto de calidad.
En Ecuador casi nadie llama “Panamá” a estos tocados, que son confeccionados también en la provincia de Azuay, aunque no en todos los talleres se elaboran “sombreros finos” como los de Héctor, que trabaja en silencio, sentado en una banqueta y acodado sobre sus piernas.
Cuanto más juntas quedan las fibras, cuanto más pequeños son los orificios entre ellas al final del proceso, más fino es el producto acabado y, claro, más caro se vende.
Pero para los artesanos, el oficio no está bien pagado, pues se considera más que poco rentable cobrar 200 ó 300 dólares por un sombrero que en el extranjero se pude llegar a vender hasta por varios miles, comentan vendedores de esta parroquia ecuatoriana.
Sin embargo, el amor a la tradición familiar y al arte pueden más que la ambición y por eso todavía quedan tejedores que mantienen la producción y hacen posible no solo la venta en el mercado local, sino la exportación a países como Francia, España, Italia, Estados Unidos, Brasil, Argentina y Japón, según el organismo Proecuador, dependiente del Ministerio de Comercio Exterior.
Pile, una pequeña comunidad próxima a Montecristi es, quizá, uno de los lugares donde la tradición se mantiene viva con mayor fidelidad a sus orígenes. Contribuye a ello la bondad de un clima suave y húmedo, que favorece el cultivo de la “jipijapa”.
Hay que dejar crecer la planta cerca de dos años antes de cortarla para iniciar el proceso de elaboración.
Luego, los flexibles tallos de la toquilla son abiertos y separados, puestos a cocer en grandes ollas y colocados en tendederos a la intemperie hasta que están listos para el proceso de trenzado, aunque antes deben ser espolvoreados con azufre para conservar su característico color claro.
En los talleres, las finas pajitas son dobladas, retorcidas y entrelazadas para ir adoptando poco a poco la forma que los hizo famosos hace décadas, cuando se utilizaron para proteger del calor a los trabajadores del Canal de Panamá.
Los sombreros también son golpeados por el artesano con una maza para darles forma, aumentar su flexibilidad y, en la fase final del proceso, alisados con una plancha bien caliente
Y así, tras este laborioso proceso, quedan listos para ocupar su lugar en las vitrinas de los comercios y seducir a los compradores con su característico y elegante estilo. (EFE)