Venezolanos llegan a Manabí por sus lazos familiares

Era partir o morir, afirma Franklin Burgos, de 52 años, quien en enero pasado dejó su oficio de entrenador de básquetbol en la empresa eléctrica estatal de Venezuela, Corpoelec, donde trabajó 15 años. Llegó a Portoviejo, pues ahí residían tres primos. “Tuve que hacerlo por mantener a mi familia, no voy a dejarlos morir de hambre”, expone, y detalla que con su último sueldo no le alcanzaba ni para un desayuno. En Portoviejo, hace un mes pudo ponerse una frutería, en la vía Portoviejo-Crucita.

Geanfranco Marrero y su esposa, Aleyni Espinal, de 20 años (que tiene familiares en Manabí), llegaron en diciembre. Ella vino con 8 meses de gestación. Quería evitar que su hijo tuviera problemas al nacer, pues allá no “hay ni una gasa”. Hasta noviembre pasado trabajó como teleoperadora en Caracas y su sueldo le alcanzaba para comprar menos de dos kilos de carne, recuerda. “Allá no había carne, pollo, pescado (…)”. Desde diciembre, su esposo trabaja en albañilería, instalaciones eléctricas, limpieza y otros para alimentos y pañales de Jeremías.

Rosa Quijije, de 44 años, otra venezolana con raíces manabitas, llegó a Manabí hace 16 meses con su madre y su hija de 8 años. A la niña la trajo con 19 kilos de peso, casi en desnutrición por la falta de alimentos, cuenta. Pero no todos encuentran trabajo fijo. Liuskary Rondón lleva cuatro meses buscando empleo en Manta. Para subsistir vende donas en la calle. (El Universo)

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