Agachada, con su pecho apoyado sobre una horma de madera, Paulina Ordóñez teje las finas hebras de la paja toquilla. Las entrelaza y ajusta con firmeza para darle forma a este tradicional sombrero.
Ordóñez lleva 32 años, de sus 44, elaborando este accesorio en la comunidad de Pile, del cantón Montecristi (Manabí), localidad reconocida por la calidad de sus sombreros. Su madre le enseñó y, ahora, ella adiestra a sus tres hijos para “conservar nuestra identidad”, expresa esta artesana, presidenta de la Asociación de Producción de Sombreros de Paja Toquilla Pile (Asopropilehats), que agrupa a 43 tejedores.
Estos sombreros, los clásicos y modernos, con una variedad de tallas y modelos (campana, fedora, diamante, entre otros), diseños y colores, llegan a más de cien países. Estados Unidos, Italia y Alemania son los principales destinos de estas creaciones, que cada año “conquista” nuevas naciones.
“Hay ventas en lugares que ni me imagino que las personas pueden usar sombreros, como Alaska”, cuenta Daniela Lecaro, directiva de la compañía guayaquileña Creando Estilos S. A., el segundo mayor exportador de este producto con ingresos por casi $ 19 millones entre el 2012 y este 2021.
En estos diez años, el país ha exportado sombreros de paja toquilla por $ 107 millones, según las cifras proporcionadas por la Empresa de Manifiestos, dedicada a recopilar información del sector comercial. Cada año, con excepción del 2014, se ha ido incrementando la salida de este producto hasta el 2020, año en que por la pandemia del COVID-19 hubo una reducción del 36 % con relación al 2019.
El tiempo de cuarentena coincidió con los meses donde “mayor demanda hay de nuestros productos a nivel internacional”, explica Antony Mora, vocero de la exportadora cuencana K. Dorfzaun, líder del sector -con exportaciones anuales que superan los $ 4 millones- y la cual tuvo el 30 % menos en sus ventas.
Creando Estilos tuvo la suspensión del 10 % de sus pedidos; mientras que la producción de Procesadora de Sombreros S. A. mermó en el 37 % al recibir la cancelación de encargos, como los 10.000 sombreros para los torneos de tenis Roland-Garros (en Francia) y Wimbledon (en Londres), comenta José Bernal, presidente de esta firma cuencana.
No obstante, este sector se empieza a recuperar. En los primeros siete meses de este 2021 ya se acerca a los $ 6 millones en exportaciones, tres millones menos que el año pasado ($ 9,3 millones). Si esta tendencia se mantiene, se calcula que supere en el 20 % a las cifras del 2020, estima Tatiana Recalde, vocera de la Empresa de Manifiestos, quien considera que este sector debe enfocarse en desarrollar nuevos mercados y productos.
Sombreros con estampas guayaquileñas se exponen en San Marino Shopping
Compañías, como Pamar S.A., además de los sombreros terminados, también exportan la campana o cuerpo de este accesorio y otras artesanías hechas con paja toquilla. El vocero de Pamar, Wilson Guevara, destaca que detrás de los sombreros hay una historia: “una tejedora, una familia, un conocimiento, un arte, una cadena de valor que empieza desde la plantación de la materia prima hasta los terminados finales en la fabrica o taller artesanal”. Esta empresa produce 72.000 piezas al año.
El 89 % de los exportadores de estos sombreros, cuyo tejido con paja toquilla es Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad desde el 2012, proviene del Austro, aunque la materia prima se cultiva en la Costa, en Santa Elena y Manabí. El restante 11 % es de Guayaquil y Manta.
Cita nacional por tejido de sombrero de paja toquilla
Algunos tienen sus talleres, pero la mayoría le compra a los artesanos o intermediarios. Luego, el sombrero tejido pasa por varios procesos (azocada, lavado, prensado, planchado, entre otros) hasta obtener el producto final que llega al exterior con precios al por mayor, que en promedio van desde $15, el básico, y hasta $ 150, los finos. Son llamados así, explicó el empresario Bernal, a las piezas seleccionadas que tienen de 7 hasta 20 grados (número de hebras por pulgada).
Los superfinos, de hasta 60 grados, solo se tejen en Montecristi y se pueden comercializar a más de $ 5.000.
Cruz Chávez, presidenta de la Asociación Elicia Anchundia, de Santa Ana (Manabí), recuerda que hace 40 años un sombrero lo vendían desde $60 y uno fino superaba los $500; ahora, lamenta, le pagan entre $ 25 y $ 150. “Hay finos por los que quieren pagar $ 30, y a veces por necesidad aceptamos”, dice Paulina Ordóñez, de Asopropilehats, quien al igual que Chávez consideran que el trabajo del artesano no es valorado, por lo que piden al Gobierno la promoción de sus tejidos para que “los jóvenes sigan con la tradición”. (El Universo)