Conozca «el infierno» que vivieron dos portovejenses maltratadas por sus maridos

Por: Rebeca Vélez Suárez

“Me partió la cabeza con una caña, yo sentía como la sangre bañaba mi rostro”. De su familia nadie se metió porque decían que era pelea de marido y mujer. “Mi hermana me llevó al hospital y me cogieron diez puntos”, indica.

Irma S. es una mujer de 40 años, de piel blanca, ojos cafés, cabello castaño. Con una mirada triste recuerda lo vivido, aquel pasado amargo dice ella que no entiende por qué lo soportó.

Oriunda de Agua Blanca, parroquia Alajuela, vino a Portoviejo con la ilusión de mejores días, comenzó a trabajar en un restaurante y en un día soleado recuerda ella conoció a Gumersindo G, quien la conquistó a punta de detalles y palabras bonitas. “Todo era mágico, pensé éste es el hombre de mi vida y cuando tenía 19 años me case”, recordó.

Pero no todo fue color de rosa, apenas se casaron el comenzó a prohibirle que se peine con los copetes que en ese tiempo estaban de moda y ella accedió, luego le prohibió vestirse con la ropa que estaba acostumbrada a usar y también accedió. Sin darse cuenta de lo que se venía más tarde.

“Los meses pasaron y el comenzó a subirme el tono de la voz, cambiaba constantemente de ánimo, comencé a tenerle miedo pero seguí con él, porque era mi marido”, resaltó.

Conforme pasaron los años se volvió muy violento, los maltratos eran verbales, físicos y psicológicos, recuerda que era una mañana de invierno muy fría cuando su esposo se levantó. “Yo vivía en frente de mi hermana y fue ella quien me llevó al hospital, mis hijos estaban pequeños y ellos vieron todo el maltrato”, indica.

A pesar de todo este cambio de conducta, Irma continúo con Gumersindo, decidieron irse a vivir a Quito al barrio San Carlos. Con cuatro niños pequeños ella pensó que su situación iba a cambiar, tenía la esperanza de que estando en otro lado su marido reaccionaría.

Pero no fue así los maltratos subieron de nivel y eran más constantes, ella no entendía porque él la golpeaba, sin compasión alguna al frente de sus hijos.

“Me golpeaba con los puños, con el cinturón, con cable, con lo que encontrara. Yo le tenía mucho miedo no sabía en qué momento me atacaría y con que lo haría. Tenía cambios de humor podía estar riendo y luego de un momento se levantaba y me golpeaba como a enemigo”, dijo.

A pesar de todo el maltrato que recibía Irma no era capaz de separarse, vivieron 10 años en Quito y por falta de empleo decidieron volver a Portoviejo.

Estando en la capital manabita la seguía maltratando, por que la familia de él le decía que ella tenía un amante, acusación que era totalmente falsa, asegura.

Comenzó a trabajar en una famosa cafetería de Portoviejo, donde tenía un horario de 8:00 a 20:00, cuando salía del trabajo el transporte la llevaba a su casa, ubicada en el barrio San Alejo, donde arrendaba, cuando llegaba su esposo la golpeaba porque decía que tenía una relación con el chofer del transporte.

“Un día me golpeó tanto con un cable que la espalda me quedó marcada, estaba vertida en sangre, tan hinchada que no aguantaba a colocarme el sostén”, recuerda.

Ante esta situación su familia la llevó al médico y pusieron la denuncia en la Comisaría de la Mujer, con las pruebas suficientes pidió una orden de alejamiento y se fue a vivir a El Florón con sus pequeños hijos, donde un hermano.

Pasado los días y cuando ya estuvo mejor comenzó a buscar trabajo y lo consiguió en otra cafetería, recuerda que en una ocasión saliendo del trabajo Gumersindo la estaba esperando en una esquina la subió a un taxi y la llevó al motel.

Estando allá le suplicó que volvieran, que él no podía vivir sin ella y sus hijos, que todo sería diferente y que no la volvería a maltratar. Al otro día fue donde su familia quienes estaban muy preocupada porque no había llegado a dormir, ella les contoó que regresaría con su marido porque él le había dicho que todo sería diferente.

“Mi mama lloraba, me suplicaba que no me vaya que ese hombre me podía matar, pero regresé a vivir con él, llena de ilusión que todo sería diferente”, indica.

Pasados los días las cosas parecían estar bien, pero regresaron los maltratos. Eran las 19h00 y mientras estaba sirviendo la merienda él le dio un puñete que le partió la frente, la sangre caía como gotas de agua, los niños gritaban, una vecina fue quien esta vez la condujo al hospital y le cogieron cuatro puntos, el corte era profundo.

“Esta fue la última vez que me golpeó, luego de esto pasaron tres meses y como él era pintor se calló de un andamio”, recordó.

Gumersindo se comenzó a sentir mal, acudió al médico y le dijeron que todo estaba bien, seis meses después comenzó a tener fiebres muy altas y nuevamente acudieron al hospital. Tras varios exámenes les indicaron que producto de la caída tenía todos los órganos destrozados.

Luego de esto Gumersindo estuvo internado 12 días en el hospital sin poder hablar y a pesar de todo Irma estuvo con él acompañándolo hasta el último día de su existencia. Eran las 12h00 del mediodía cuando él le dijo que lo perdone por todo el daño que le había causado, que ya se iba a morir.

“Meses antes sin saber que estaba enfermo yo le dije que el día que se muriera no iba a poder cerrar la boca y que la lengua se le iba a salir, por todas las calumnias que me decía y por las cuales me golpeaba. Y fue así, cuando murió no le pudieron cerrar la boca ni por más que se la amarraron”, comenta.

“Me sentí feliz cuando se murió por que mi sufrimiento había terminado, tal vez si estuviera vivo la muerta hubiera sido yo”, narró con franqueza Irma.

OTRO CASO

Rubia I., vivió una historia parecida, al estar casada 15 años con Gregorio V., con quien procreó seis hijos.

“Mi calvario comenzó desde que me comprometí, era un hombre mujeriego y tenía cambios de conducta repentino”, confesó.

La vida de esta mujer no era nada fácil vivía en la casa de la suegra en la ciudadela San Cristóbal en Portoviejo. Cuenta que su esposo era mujeriego y cada día tenían problemas por esta situación. Con el tiempo se fueron a vivir a La Piñonada, hasta entonces con sus hijos de uno y dos años.

“Yo era muy tonta me dejaba maltratar, él podía hacer lo que quería, se iba con las mozas, se desaparecía por días, regresaba a la casa y si yo le decía algo él me caía a golpes”, aseguró.

Pasado los años siguió teniendo más hijos, pero la situación no mejoraba, al contrario cada día empeoraba y los niños eran testigos del maltrato.

“En una ocasión lleve a una de mis hermanas a mi casa para que me ayude con los niños y pasado los meses para mi sorpresa mi hermana salió pariendo y ese niño era de mi esposo, es decir me traicionaban en mi propia casa”, comenta

Todo este alboroto pasó y como no quería perder su hogar siguió aguantando las humillaciones y golpes que su marido le propinaba.

Rubia contó que en una ocasión su marido Gregorio comenzó a salir con una de sus vecinas que había quedado viuda y esta fue la gota que derramaría el vaso, ella lo enfrentó y él le dijo que a quien amaba era a Rosa. “Muerta en vida” tomó valor y se fue a Quito dejando a sus seis hijos pequeños a cargo de sus abuelos paternos.

El tiempo pasó y después de tres años regresó a Portoviejo, compró un solar en El Florón para irse a vivir con sus hijos, pero este hombre no la dejaba tranquila llegaba a golpearla.

En una ocasión ella se preparaba para asistir a la graduación de un curso de enfermería, él llegó y quería estar con ella, como se reusó le propinó una puñetiza que le quebró el tabique.

“Yo le tenía tanto miedo que cada vez que lo veía sentía que las piernas se me desmallaban, no sé porque no me dejaba en paz si ya tenía otra mujer”, dice.

La situación cada día empeoraba ya no le daba dinero para la comida de sus hijos y con lo que ella ganaba vendiendo libros en el círculo de lectores no le alzanzaba.

Un día decidió arrendar la casa que tenía en San Alejo y con ese ingreso poder solventar los gastos de los niños, pero una vez más el destino jugaba en su contra, pasado el mes fue a cobrar el arriendo sin imaginarse que Gregorio la estaba esperando con un machete escondido entre unas matas de peregrinas.

Al subir a la casa su marido se le abalanzó con el machete y ella logró esquivarlo, el machete se le cayó al agresor y comenzó a golpearla hasta romperle la ceja; ensangrentada salió corriendo y fue auxiliada por su hermana quien la trasladó al hospital.

No satisfecho con lo que le había hecho, se fue a El Florón donde estaban sus hijos, y como ladrón en medio de la noche esperaba a su víctima merodeando cerca de la casa.

Al otro día sus hijos se despertaron esperando encontrar a su madre, la buscaron por toda la casa y ella no estaba se había ido, los había abandonado por segunda ocasión, por causa de las agresiones de su padre.

“Fui dejando a mis hijos sin poderme despedir de ellos eso fue lo más doloroso, por las noches tenía pesadillas, soñaba que ese hombre me mataba, estaba enferma de los nervios, al menor ruido me espantaba, mi miedo era tan grande hacia él que tuve cinco años sin ver a mis hijos, solo nos comunicábamos por medio de cartas, yo trabajaba en el terminal en un restaurante en Quito y cuando sabía que alguien iba a Portoviejo les escribía y viceversa”, cuenta.

Rubia regresó a su hogar y gracias a los azares de la vida, el hombre que hizo de su vida un infierno ya no está para martirizarla.

Cifras

Seis de cada diez mujeres han sido tratadas violentamente en algún momento de su vida. Las estadísticas muestran que este es un problema social que no distingue etnia, edad, orientación sexual, nivel de educación, ingresos económicos, etc.

El Ministerio del Interior del Ecuador registró que en el primer trimestre del 2016 hubo 251 asesinatos y homicidios (12% menos que en el mismo periodo de 2015), de los que 121 fueron por violencia criminal y 130 por violencia intrapersonal.

Según la psicóloga clínica, Betty Alarcón, existe una relación entre violencia, poder y roles de género. Aunque la sociedad va cambiando, los estereotipos acerca de los roles asociados a cada género han aludido a una superioridad del hombre con respecto a la mujer, al haber asignado a los hombres, a lo largo de la historia, valores como el dominio, el poder y el control frente a la sumisión y dependencia de las mujeres, lo que a largo plazo, puede llevar al uso de la violencia como un instrumento para mantener su autoridad.

La violencia sería consecuencia de un desequilibrio de poder dentro de la pareja. “La idea que muchas mujeres tiene es que no se separan por sus hijos y este es el peor error que se comete, porque el niño crece viendo este entorno y a la larga el perjudicado es él, al creer que esta situación es normal, llegando a convertirse en la etapa adulta en víctima o victimario”, comentó la psicóloga.

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